Se apagan las últimas luces del día con la calma en el ambiente y el palpitar de la sangre caliente de los pequeños “duendes de la noche”, que en esta hora mágica inician el segundo turno de la trepidante vida del robledal, aunque coinciden con algunos seres que amplían su jornada diurna más allá de las horas de luz, como es el caso de los recién llegados ruiseñores que aprovechan la oscuridad para lanzar a los cuatro vientos la proclama de su territorio por conquistar; algún petirrojo también les acompaña desde lo profundo de la vegetación, aunque sucumbe antes de que se cierre la noche en su empeño vital por delimitar sus parcelas.
A la caída de la tarde varias pigazas “cacarean” con su estrepitosa voz mientras buscan un refugio seguro para pasar las horas tibias sin luz. Un relinchón de vuelo ondulante deja oir su característico reclamo haciendo honor a su nombre, acertadamente aplicado por las sabias gentes del campo. No muy lejos, en el brezal del páramo dos alcaravanes dirimen sus diferencias compitiendo por el favor de alguna hembra esquiva mediante su lastimero reclamo nupcial. Y mientras, en el corazón de la foresta, un autillo hace lo propio e inicia su jornada nocturna con los escarceos amorosos y la búsqueda de las pequeñas presas de las que se alimentará. Los grillos continúan su canto armonioso y en la oscuridad se une a ellos el más monótono de sus parientes los grillotopos, mientras la noche se va cerrando y en la charca del valle las ranitas de San Antonio inician su coro particular en un concierto que nos regala los oídos y al que cualquiera puede asistir, sin reserva previa de asiento, al espectáculo nocturno que durará hasta altas horas de la madrugada. Desde el cercano y modesto pueblo llegan los ecos de la bulliciosa algarabía de jóvenes y mayores quienes también apuran los últimos instantes de luz, sumándose al espectáculo natural en el que hombres y demás criaturas vivientes estamos inmersos. Esto es motivo de esperanza y nos hace pensar que aún es posible la armonía del hombre con su entorno, tantas veces castigado; no todo está perdido, la vida continuará un día más en este pequeño paraíso y en este maravilloso planeta vivo que llamamos TIERRA.
A la caída de la tarde varias pigazas “cacarean” con su estrepitosa voz mientras buscan un refugio seguro para pasar las horas tibias sin luz. Un relinchón de vuelo ondulante deja oir su característico reclamo haciendo honor a su nombre, acertadamente aplicado por las sabias gentes del campo. No muy lejos, en el brezal del páramo dos alcaravanes dirimen sus diferencias compitiendo por el favor de alguna hembra esquiva mediante su lastimero reclamo nupcial. Y mientras, en el corazón de la foresta, un autillo hace lo propio e inicia su jornada nocturna con los escarceos amorosos y la búsqueda de las pequeñas presas de las que se alimentará. Los grillos continúan su canto armonioso y en la oscuridad se une a ellos el más monótono de sus parientes los grillotopos, mientras la noche se va cerrando y en la charca del valle las ranitas de San Antonio inician su coro particular en un concierto que nos regala los oídos y al que cualquiera puede asistir, sin reserva previa de asiento, al espectáculo nocturno que durará hasta altas horas de la madrugada. Desde el cercano y modesto pueblo llegan los ecos de la bulliciosa algarabía de jóvenes y mayores quienes también apuran los últimos instantes de luz, sumándose al espectáculo natural en el que hombres y demás criaturas vivientes estamos inmersos. Esto es motivo de esperanza y nos hace pensar que aún es posible la armonía del hombre con su entorno, tantas veces castigado; no todo está perdido, la vida continuará un día más en este pequeño paraíso y en este maravilloso planeta vivo que llamamos TIERRA.
Roberto Rodríguez Martínez
Melojar de “la Roza”, en Villapún (Palencia)
Atardecer del 1 de Mayo de 2005 (21:30-22:00)
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