María Eugenia Maeso, conocida en Villapún como Genita, pasó los primeros años de su vida en el pueblo. Actualmente reside en el convento de las Dueñas de Salamanca. Desde allí nos evoca sus recuerdos de infancia en Villapún y una curiosa historia que le contaba su padre de como se vivió en el pueblo la gripe de 1918. Toda una lección de vida para estos tiempos que nos ha tocado vivir.
RECUERDOS LEJANOS DE VILLAPÚN
Voy a recordar, con cariño, cómo era nuestro pueblo hace ya un motón de años, concretamente, allá en la década de los 50; algunos de estos recuerdos vividos por mi y otros conocidos a través de las narraciones de mis padres.
Villapún era y es, un pintoresco pueblo edificado en un alto donde el aire es limpio sin contaminaciones de ninguna clase. En la época a la que me refiero era tranquilo donde se vivía como en una familia. No había coches de línea, ni mucho menos ferrocarril. No había aparatos de radio, ni televisión, ni teléfonos móviles… La gente convivía pacíficamente y con alegría compartiéndolo todo: dolores, problemas, dificultades y fiestas gozosas. Existían vínculos muy humanos porque las personas se conocían y se trataban mucho. Algo muy distinto a lo que ocurre ahora en las ciudades que habitamos que casi todos van hablando por la calle con los móviles y no dan los buenos días ni en las salas de espera de los médicos por estar hablando con personas de lejos. No es que los adelantos conseguidos sean lamentables, no, bienvenidos sean mientras sirvan para fomentar la fraternidad y el amor pero lo malo es cuando distancian y deshumanizan, cuando cada uno se aferra a su ego y no le importan los demás.
Tomamos nuevamente el hilo, después de este inciso.
En Villapún había dos etapas muy diferenciadas: la del verano y la del invierno. En el verano, que era cuando solíamos ir de vacaciones los que vivíamos en la capital, el trabajo era muy duro, sobre todo en el mes de agosto cuando se hacía la cosecha o recolección de los cereales. Trabajaban también las mujeres de sol a sol y por la tarde, cuando volvían a casa regresaban contentas a pesar del cansancio. Eran típicos los paseos de las mozas todavía con los pañuelos blancos sobre la cabeza, canturreando y dirigiéndose a la fuente del Canto con los botijos a buscar el agua. ¡Había alegría! ¡Mucha alegría!
Después de la cena, todavía se salía fuera de casa a tomar el fresco y a comentar las noticias del Papel (llamaban así al periódico que alguno recibía por correo y divulgaba entre los vecinos). Lo que decía el Papel era dogma de fe y no se ponía nunca en cuestión.
El invierno era muy distinto, en el campo no había tanto trabajo y las mujeres solían ir menos. El frío era intenso y todo el mundo se colocaba al lado del fuego que se hacía en el suelo con unos buenos troncos de leña, así eran las cocinas donde se preparaba la cena y las demás comidas. En el resto de la casa no había calefacción y por eso, después de cenar se reunían los vecinos en torno a las llamas chisporroteantes de los maderos a contar historias mientras los hombres hacían escriños, las mujeres hilaban y los niños se dormían tumbados en la trébede al calorcillo.
En cada uno de estos pueblos, aunque fuera pequeño, había un sacerdote. En Villapún estaba Don Ugenio (no es una errata, el cura era Don Ugenio sin la e). Él era como el Pastor o el Patriarca que conocía bien a su rebaño pues estuvo en el pueblo casi 50 años, le faltó muy poquito para celebrar sus Bodas de Oro en la parroquia cuando ya enfermo y casi ciego tuvo que irse con sus sobrinos a Villamizar. A todos les había bautizado, dado la primera comunión, casado y, siguiendo la genealogía, bautizado a sus hijos, etc, etc.
Pues Don Ugenio era un buen cura que visitaba a su gente, acompañaba a los enfermos y los domingos cantaba la misa en compañía de los mozos que interpretaban desde el coro la misa de Angelis sin acompañamientos musicales. ¡Y cómo tarareaba Nisio el introito en latín mientras salía Don Ugenio de la sacristía! Los expertos dirían que no había belleza musical, pero había mucha fe y se cantaba con todo el corazón. Los domingos no faltaba nadie a misa ni al rosario. Cuando a las 4 de la tarde tocaba Don Ugenio la campana, todo el pueblo iba a rezar a la Virgen. Después, las mozas ya se iban en grupo a pasear por la carretera, bajando hacia Santervás. Los mozos las seguían pronto y todos juntos pasaban sus juergas contando chascarrillos y gastándose bromas hasta el atardecer porque a la puesta del sol, había que estar en casa.
En honor a la verdad hay que decir que los niños, sobre todo algunos más traviesos, no simpatizaban mucho con Don Ugenio porque de vez en cuando les propinaba un coscorrón, a usanza de la época, cuando daban guerra en la catequesis. Ciertamente la sangre no llegaba al río pero aquellas “caricias” no eran muy apetecibles que digamos, ¡qué pegones eran los mayores y más aún los maestros en aquella época! A pesar de todo, nunca se les ocurría a los chavales decir en casa que el maestro les había pegado porque les caía el segundo coscorrón y la riña consiguiente ya que por algo les habría pegado el maestro…
Había también un ambiente piadoso que ayudaba a ir asimilando la fe desde los primeros años. Por ejemplo, al salir de la escuela, creo que por la tarde, iban todos chicos y chicas en fila hacia la iglesia a hacer una visita al Santísimo, cantado aquello de:
Vamos
niños
al sagrario
que Jesús
llorando está,
pero en viendo
tantos niños
qué contento se
pondrá.
No quiero terminar sin contar algo de Don Ugenio que yo
no viví, pero que me contaba mi padre casi llorando de emoción, así le resarciremos de la fama que le hemos
quitado diciendo que era “pegón”.
En el año 1918 cuando mi padre tenía unos 11 años y la
gripe diezmó la población de todos los pueblos y ciudades de España, Villapún era un caos de dolor porque en casi
todas las casas había enfermos a quien nadie podía cuidar por estar todos
afectados de la epidemia. Bien, pues
todos los días después de misa, a la que ya no asistía nadie más que Quico el
monaguillo que tenía unos 11 años y era primo de mi padre, se iban los dos, el
cura y el acólito, a recorrer el pueblo para llevar algo de alimento a los
enfermos. Como por la fiebre no podían
comer cosas fuertes, Don Ugenio llevaba en los bolsones de la sotana una
botella de vino de decir misa, buscaba en el corral de la casa los nidales de
las gallinas, cogía los huevos y con un poco de azúcar les preparaba un ponche
para que pudieran alimentarse algo. Mientras él hacía estas tareas, Quico
llenaba los pesebres de las vacas de paja y yerba para que no les faltase el
pienso y echaba unos puñados de trigo a las gallinas. Así, casa por casa,
recorrían el pueblo dos veces al día, por la mañana y por la tarde, sin temer el contagio ni pensar
en ellos para nada. ¡A cuántos salvó Don Ugenio con este sencillo alimento! Y
es de saber que la tarea fue larga porque la gripe no se curaba fácilmente.
Mi padre remataba el relato diciendo que tanto el cura
como el monaguillo merecían no sólo un homenaje sino que se hubiera erigido en
la plaza del pueblo una escultura de los dos para memoria perpetua. No tanto, pero
lo mejor fue que Dios les bendijo ampliamente y ninguno de los dos se contagió
de aquella terrible epidemia.
Finalizo este largo relato diciendo que Villapún, ya no
es como queda narrado porque, al igual que
ocurrió en todos los pueblos, los jóvenes se fueron a buscar trabajo a
las ciudades. En el invierno quedan muy
pocas casas abiertas, pero en tiempo de vacaciones el pueblo cobra nueva vida
porque casi todos conservan allí sus casas remozadas o se han construido
bonitos chalets y vuelven a su añorado pueblo.
La sociedad ha cambiado mucho y ya cuando la gente regresa tiene su coche, su
televisión, su teléfono móvil y la vida
se ha hecho menos compartida con los demás, pero Villapún sigue siendo
Villapún, el pueblo tranquilo pacífico y entrañable grabado a fuego en el
corazón de todos los que nacimos en él; por eso siempre decimos que Villapún es
el pueblo más bonito de España, al menos para nosotros.
Genita
Maeso (en el convento Sor Mª Eugenia)