El siguiente artículo ha sido publicado en el número 337 de la revista Quercus, correspondiente a Marzo de 2014. Hemos recibido el permiso de los editores de dicha revista y de su autor, el conservacionista Joan Mayol, para reproducirlo, ya que creemos que pone el dedo en la llaga sobre las implicaciones de los cambios acaecidos en el mundo rural en las últimas décadas.
MENTALIDADES PAVIMENTADAS
El cambio más importante de la sociedad humana en el último siglo ha sido la concentración de la población en las ciudades. Nuestra especie pasó del tribalismo nómada a las comunidades agrarias de dimensiones moderadas para acabar -por ahora- en las aglomeraciones masivas. La mayor parte de los humanos viven en grandes urbes. Las consecuencias de este hecho son enormes, no todas en el mismo sentido.
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Campo o ciudad.
El paso de las sociedades rurales a urbanas supone ventajas evidentes para sus miembros: el acceso a la educación y la sanidad son fundamentales, la libertad y las opciones de vida son mayores en el segundo caso. No hay duda de que la vida urbana ha sido muy atractiva para cientos de millones de personas, y en el siglo XX los éxodos de campesinos a las capitales y sus suburbios han sido masivos.
En general, los humanos hemos tenido tendencia a agruparnos en función de la disponibilidad de recursos: los grupos cazadores y recolectores eran menores que los de agricultores, y cuando los excedentes de producción y la capacidad de transporte hacen posibles aglomeraciones mayores, éstas crecen hasta extremos sorprendentes.
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En general, los humanos hemos tenido tendencia a agruparnos en función de la disponibilidad de recursos: los grupos cazadores y recolectores eran menores que los de agricultores, y cuando los excedentes de producción y la capacidad de transporte hacen posibles aglomeraciones mayores, éstas crecen hasta extremos sorprendentes.
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Los costes, bien conocidos.
Pero junto a las ventajas evocadas, hay también inconvenientes: la ciudad nos aleja de la vida no humana, nos hace perder las nociones ambientales intuitivas que tienen las personas rurales. Los conservacionistas nos hemos lamentado de ello muy a menudo.
Pero junto a las ventajas evocadas, hay también inconvenientes: la ciudad nos aleja de la vida no humana, nos hace perder las nociones ambientales intuitivas que tienen las personas rurales. Los conservacionistas nos hemos lamentado de ello muy a menudo.
Los magníficos personajes de Miguel Delibes en sus novelas castellanas ("Las ratas", "Los santos inocentes", "Diario de un cazador"...) son un paradigma del ocaso de un mundo rural, donde se conoce lo importante, lo que no es inventado, en acertadísima expresión de El Nini en la primera narración evocada.
Son precisamente los habitantes del mundo rural los primeros en percibir los cambios negativos, la disminución de las poblaciones silvestres, la degradación de las aguas y el medio. No debemos caer, sin embargo, en tópicos simplistas. El habitante rural siente próxima a la naturaleza, pero no necesariamente aprecia todos sus componentes, como bien sabemos. Durante siglos, el hacha excesiva, el fuego fácil o el veneno cruel han sido manejados por campesinos. Como en botica, de todo hay: quien intuye, aprecia y respeta los valores de la naturaleza, y quien abusa de ellos y los destruye; quien observa, reflexiona y aprende, cerca de quien ignora y desprecia.
Son precisamente los habitantes del mundo rural los primeros en percibir los cambios negativos, la disminución de las poblaciones silvestres, la degradación de las aguas y el medio. No debemos caer, sin embargo, en tópicos simplistas. El habitante rural siente próxima a la naturaleza, pero no necesariamente aprecia todos sus componentes, como bien sabemos. Durante siglos, el hacha excesiva, el fuego fácil o el veneno cruel han sido manejados por campesinos. Como en botica, de todo hay: quien intuye, aprecia y respeta los valores de la naturaleza, y quien abusa de ellos y los destruye; quien observa, reflexiona y aprende, cerca de quien ignora y desprecia.
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La primera generación urbana.
Los pioneros de la conservación en España, en la segunda mitad del siglo pasado, vivimos en la primera generación que había cambiado masivamente el campo por la ciudad. Labordeta, en una entrevista que puede encontrarse en YouTube, destacaba acertadamente que el éxito popular de Rodríguez de la Fuente se basaba en que su auditorio fue precisamente éste, la población neo-urbana, los que habían dejado atrás lo que ahora veían en sus pantallas: el raposo, el águila, la gineta o el lobo. Les eran próximos, formaban parte de su vida, por lo cual tenían un atractivo cierto.
Actualmente, la labor de los conservacionistas resulta algo más difícil. Para muchos conciudadanos nuestros, las especies silvestres son solo las protagonistas de los documentales, tan lejanas como los personajes de ficción. Hacer comprender el valor de la vida y generar emociones en su favor es cada vez más difícil, aunque la diversidad de medios a nuestro alcance era impensable hace muy poco. ¿Quién imaginaba hace pocas décadas que podríamos seguir en directo las migraciones de nuestras aves en la pantalla del ordenador doméstico?
Volviendo al principio, mi aportación a la reflexión hoy es constatar que la población rural prácticamente ha desaparecido, y que esto tiene costes de conservación. Porque incluso una gran parte de quienes siguen viviendo en el campo o en pueblos menores, han adoptado modos de vida urbanos en su economía, en su ocio, en sus intereses. Probablemente es más urbanita el habitante de una urbanización actual "en plena naturaleza" que un madrileño cincuenta años atrás, que podía ver las ovejas conducidas a pie hacia el matadero, comprar leche recién ordeñada o un pavo vivo por Navidad.
La segunda mitad del siglo XX ha sido la era de la urbanización. Y lo que se ha urbanizado con mayor coste no ha sido el campo o la costa, han sido las mentalidades: para la mayor parte de nuestros conciudadanos la naturaleza es algo lejano y exótico, y no saben ni sienten que influyen y son influidos por ella continuamente. A esto me refiero con la expresión de mentalidades pavimentadas. Tenemos que buscar la arena debajo de los adoquines.
Los pioneros de la conservación en España, en la segunda mitad del siglo pasado, vivimos en la primera generación que había cambiado masivamente el campo por la ciudad. Labordeta, en una entrevista que puede encontrarse en YouTube, destacaba acertadamente que el éxito popular de Rodríguez de la Fuente se basaba en que su auditorio fue precisamente éste, la población neo-urbana, los que habían dejado atrás lo que ahora veían en sus pantallas: el raposo, el águila, la gineta o el lobo. Les eran próximos, formaban parte de su vida, por lo cual tenían un atractivo cierto.
Actualmente, la labor de los conservacionistas resulta algo más difícil. Para muchos conciudadanos nuestros, las especies silvestres son solo las protagonistas de los documentales, tan lejanas como los personajes de ficción. Hacer comprender el valor de la vida y generar emociones en su favor es cada vez más difícil, aunque la diversidad de medios a nuestro alcance era impensable hace muy poco. ¿Quién imaginaba hace pocas décadas que podríamos seguir en directo las migraciones de nuestras aves en la pantalla del ordenador doméstico?
Volviendo al principio, mi aportación a la reflexión hoy es constatar que la población rural prácticamente ha desaparecido, y que esto tiene costes de conservación. Porque incluso una gran parte de quienes siguen viviendo en el campo o en pueblos menores, han adoptado modos de vida urbanos en su economía, en su ocio, en sus intereses. Probablemente es más urbanita el habitante de una urbanización actual "en plena naturaleza" que un madrileño cincuenta años atrás, que podía ver las ovejas conducidas a pie hacia el matadero, comprar leche recién ordeñada o un pavo vivo por Navidad.
La segunda mitad del siglo XX ha sido la era de la urbanización. Y lo que se ha urbanizado con mayor coste no ha sido el campo o la costa, han sido las mentalidades: para la mayor parte de nuestros conciudadanos la naturaleza es algo lejano y exótico, y no saben ni sienten que influyen y son influidos por ella continuamente. A esto me refiero con la expresión de mentalidades pavimentadas. Tenemos que buscar la arena debajo de los adoquines.
Joan Mayol