"Crónicas de un pueblo palentino"

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viernes, 30 de agosto de 2024

Reseña de "Mis amigos y otros animales" y "El canto del pepús"

Amador Fernández Heras, ilustre paisano de Santervás, me regala (y quiere compartir con todos nosotros) una sentida y muy meditada reseña de lo que la lectura de los libros “Mis amigos y otros animales” y “El canto del pepús” han significado para él. No puedo más que estar profundamente emocionado y agradecido por sus palabras. Mensajes como éste son los que realmente justifican y compensan el trabajo de un escritor, mucho más allá de las ventas o los réditos económicos, que nunca me han interesado, si acaso únicamente como imperfectos indicadores de la difusión del mensaje que uno quiere transmitir a vecinos y lectores a quienes van dirigidas estas dos obras.


DE AULLIDOS, GORJEOS Y CANTOS DE PEPÚS 

Es verdad que todo libro ejerce cierta influencia en la mente y el comportamiento del lector, pero no tanto como para que te atrape entre sus páginas y no te deje salir si no es pagando algún tipo de tributo. Es algo infrecuente, muy raro, pero alguna vez sucede. Así me ocurre cuando entro en este libro, una y otra vez. Siempre salgo con una carga de información y sensaciones que piden ser transmitidas, y el impulso de entrar de nuevo en busca de no sé qué respuestas, para descubrir, escudriñando con mirada renovada, datos, experiencias y emociones antes apenas percibidas. 

Este libro en el que he andado perdido no es otro que “Mis amigos y otros animales”, el cual siempre me resultó escaso a pesar de su extensión. Ahora que se ha publicado lo que se puede considerar su continuación, “El canto del pepús”, que no su conclusión, pues está urdido con una trama de materiales diversos e inagotables, me veo en la necesidad de mostrar mis impresiones. 

Lo que me propongo escribir está cargado de subjetividad. No va a ser la opinión imparcial que a todo autor le gustaría que se hiciera de su obra. Es así porque lo hago desde la emoción que me provoca sentir, mientras leo, los olores del bosque, los sonidos del páramo, los sabores silvestres que brotan de la tierra, visualizar paisajes de la infancia, reencontrarme con  palabras del pasado y con historias que acarician la memoria. No, no va a ser una reseña al uso. Ni siquiera una reseña. O sí. Pero sin más orden ni acierto del que resulta del volcado instantáneo de algunas de las impresiones que ha ido extrayendo un lector nada neutral.

Enfrascado en el placer de la lectura, sin darte cuenta estás en el final del último capítulo. ¿Y… ahora qué? Volver a releer las partes más sugestivas, las notas a pié de página. Esas precisas descripciones que te has saltado para no interrumpir la emoción de los relatos, que podrían conformar por sí solas diversos tratados sobre animales y plantas, sobre los paisanos, su modo de vida y su historia, los lugares del paisaje, el lenguaje local… Pero para una información exhaustiva y detallada está la página web del autor, www.villapún.es, donde se pueden encontrar todos los materiales que han sido recogidos en un arduo  y dilatado trabajo  de investigación.

Libros sobre la infancia en los lugares de origen hay muchos.

Pero es raro encontrar una descripción, más allá del puro relato, que fusione fragmentos de diferentes materias en un mismo texto; que reconstruya un territorio, con todo lo que hoy contiene y en el pasado albergó, a partir de un sustrato compuesto de vivencias y sentimientos de un tiempo de infancia y adolescencia, unido a la experiencia y el conocimiento científico del naturalista adulto. Con “Mis amigos y otros animales” ocurre lo contrario de aquello de que “todos los escritores se pasan la vida contando la misma historia de formas diferentes”. En este libro toda esa diversidad de materias se inserta entre acontecimientos y aventuras de la cuadrilla de amigos, y  en espacios que, en cada narración, coinciden con el hábitat de la especie animal o vegetal objeto de estudio. La variedad temática, junto a un estilo natural, sin pretensiones de alta literatura, contribuyen a que todo lector tenga interés al menos en alguna parte de cada capítulo, y estimulan la curiosidad de quienes no han conocido nada de ese mundo que se describe, e incluso reavivan la memoria de aquellos que lo olvidaron. Resulta fascinante transitar, en apenas cinco líneas, de la descripción del espacio donde evacuaban sus vejigas los escolares al estudio de la dieta de las lechuzas: “… en cuyo fondo oscuro era donde acudíamos para comulgar con la naturaleza, por lo que allí se acumulaban los restos orgánicos, muchos de ellos fosilizados, depositados por sucesivas generaciones de niños. Mucho tiempo después, cuando llegó la modernidad de los inodoros a las casas y la escuela ya había cerrado, en ese mismo lugar buscaba las egagrópilas de las lechuzas que criaban en los recovecos de la torre y analizando su contenido trataba de estudiar su dieta” (p. 342).

Ya desde las primeras páginas, donde el autor deja claro que Durrell y Delibes son sus referentes y a los que “ni por asomo” desea emular ni compararse con ellos (p. 17-18), y más allá de ese vínculo y el homenaje que les rinde, Roberto Rodríguez Martínez muestra sus particulares cualidades. Por un lado nos sorprende con su estilo, demostrando que no es tan difícil contar si se hace de forma desinhibida y sincera, sin máscaras y con palabras sencillas como las que se usaban en el acontecer de lo narrado; que es fácil si se tiene el deseo y la necesidad de compartir saberes. Algo, esto último, que siempre estuvo muy arraigado en el mundo rural y su economía colaborativa de subsistencia. Nada parecido a la actual ilusoria idea de la autosuficiencia individualista.


Otra peculiaridad que reseñar es la perspectiva desde la que se ejecuta la narración. Un enfoque raro de encontrar en el conjunto de textos que tratan del mundo rural. El autor construye una obra no exenta de cierta osadía y originalidad. No necesita indagar ni buscar referencias de lo que otros han escrito sobre esas cuestiones. Simplemente regresa al origen en busca de materiales; al terruño real del que nunca se desligó, no a uno imaginado. Y esa estrecha relación con las raíces y el posterior conocimiento de investigador le proporcionan la posibilidad de penetrar la superficie, en la que otros se quedan, y aproximarse a la realidad. Cuenta historias vividas en primera persona con el mismo sentimiento que hubo de tener cuando ocurrieron los hechos relatados. Con la candidez de una infancia intensamente motivada y curiosa que permanece fresca en la memoria. Con la franqueza y desparpajo propios de una cuadrilla de adolescentes que comparten las experiencias y emociones que van sintiendo en los sucesivos encuentros con los seres que pueblan el territorio. Un territorio, a menudo considerado anodino y vacío, si no extinguido (“aquí no hay nada”), que van descubriendo, henchidos de una Naturaleza que muestra la realidad de la vida: así el esplendor y la belleza como la cruel lucha por la supervivencia; una Naturaleza que, en su quehacer lento, siempre se está repoblando, indiferente al precipitado obrar de los humanos, quienes sí acaban creando desiertos, tanto reales como mentales, en el baldío de la modernidad y el falso progreso.

Si Félix Rodríguez de la Fuente, con sus documentales, fue determinante en la elección de estudiar Ciencias Biológicas, no es menos cierto que la sensibilidad del autor ha sido conformada principalmente por el paisaje natal y los seres que lo habitan. Son ellos quienes, en una especie de gorjeo, conforman el coro que narra y llena las páginas del libro, en el que nada ni nadie es protagonista de manera individual. Es la interacción de cada actor con los otros, y especialmente con la Naturaleza, quien conforma el núcleo del proceso narrativo. 

El sentimiento de pertenecer a una común y frágil trama de la vida es algo con lo que todos llegamos a la existencia, pero que unos refuerzan, descubriéndose ecodependientes, y otros olvidan, enfrentándose incluso a ese mundo natural al que pertenecen. Cuándo y porqué esto ocurre, son preguntas que Roberto se hace y, en algunos casos, trata de responder: “… en qué momento de nuestras vidas muchos de mis congéneres pierden esa curiosidad y fascinación que todo niño muestra por los fenómenos naturales y, más en concreto, esa atracción hacia los animales. En qué momento comienza la indiferencia, y en no pocos casos el odio y la crueldad, hacia esos compañeros de viaje que tanto apreciamos en nuestra más tierna infancia” (p. 31). Estar en el bando de la fascinación o en el de la indiferencia, es algo que ciertos hechos deslindan con precisión: “… y dispara un certero tiro que impacta en el lomo del animal, penetrando en su cuerpo justo por encima de la cola. No es un tiro mortal pero el animal siente un dolor y un intenso calor interior que le obligan a anear con mayor intensidad […] las fuerzas le flaquean, su respiración es cada vez más entrecortada, ya que su pulmón derecho fue atravesado por el fatídico proyectil, y siente sed, una tremenda sed […] ahora la prioridad es encontrar algo que beber […] Pero ya es demasiado tarde, las fuerzas no dan más de sí y el animal cae derrotado a escasos metros del ansiado agua, muy cerca de la fuente de Cañijuelas” (p.36).

A mí, que sí he sentido un estremecimiento indescriptible ante la presencia de un lobo (bien puede que fuera un antepasado del abatido, pues venía del mismo paraje), más inexplicable y sorprendente me resulta el hecho de que alguien que no ha presenciado los acontecimientos tenga la capacidad de ponerse en la piel de un ser sintiente y describir de manera tan detallada su agonía. Es algo que va más allá de la pura compasión. Es como si desde  las cuencas vacías de ese cráneo que Roberto conserva, la mirada doliente del lobo transmitiera a quien sabe mirar lo que sintió hasta el último aliento. Un encuentro de miradas en que el humano se reconoce en la mirada del otro. Una mirada que al mismo tiempo redime de la inconsciencia y de ese sentimiento incómodo causado por las propias acciones antinaturales e irracionales: “Entré en el huerto y comencé a inspeccionar los árboles, cuando desde un alto chopo un reiterativo canto llamó mi atención, haciéndome levantar la vista para descubrir al autor del mismo, un precioso macho de escribano cerillo. […] sin mucha convicción, levanté la horcaja, apunté hacia el escribano y solté la piedra que voló directa y, para mi sorpresa, impactó en pleno pecho del pajarillo, que cayó redondo al pié del árbol. Me quedé perplejo, sin saber qué hacer y un poco asustado por lo ocurrido. Primero miré para todos lados, temiendo que alguien me hubiera visto, y después me acerqué al lugar donde había caído el pájaro, observando su cuerpo inane que apenas unos segundos antes cantaba a la vida su felicidad. Lo sujeté en mi mano, el cuerpo aún caliente, deseando que siguiese vivo, pero era demasiado tarde y mi vergüenza y sentimiento de culpa me corroían las entrañas” (p. 89).

Esa mirada acertada sobre el territorio le aporta una cosmovisión clara sobre su transformación y el uso que se hace de la tierra, y le autoriza a realizar una crítica suave, casi amable, acerca del modelo de desarrollo cortoplacista: “… pinares que fueron plantados en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado con discutibles intenciones medioambientales […], ocultando el verdadero interés económico de la producción maderera […] Así, los monótonos pinares sustituyeron a robledales maduros y pastizales mucho más ricos desde el punto de vista ambiental, lo que supuso un empobrecimiento de la biodiversidad y procesos ecológicos básicos” (p.34).  También le dota de una fuerza especial para soportar la inconsciencia y ceguera de algunos paisanos, ajenos a lo que realmente acontece en su territorio y a todas  posibilidades que éste contiene; y no desalentarse ni sucumbir a la tentación de callar las verdades y dejar de compartir los conocimientos acerca de la interacción entre diversos elementos de la Naturaleza (caso de los vencejos y los insectos):  “… algunos de ellos [labradores] ya no están pendientes de las alturas, más atentos ahora a recibir las subvenciones de turno o confiados en la alta rentabilidad productiva que aseguran las pestes químicas que se añaden a nuestros campos. Y es que la calidad de vida no debería medirse sólo por los avances tecnológicos o el producto interior bruto. ¿Realmente es ese el mundo que queremos para nuestros hijos? ¿Un mundo sin pájaros, de alimentos sintéticos y de paisajes muertos y uniformes?” (p. 32).

En esa narración íntima, sencilla pero efectiva, no aparece nada especialmente heroico. Aunque sí hay algo que sobrevuela de manera destacable la mayoría de los relatos. Es el pueblo, Villapún con su territorio. El territorio entendido no sólo como espacio, sino también como algo histórico y cultural. El pueblo en cuanto comunidad de seres humanos corrientes, sí, pero también capaces de “llevar a cabo hazañas heroicas de manera cotidiana y prosaica”. Desde la cuadrilla de amigos a individuos concretos, que con su sabiduría y buen obrar contribuyen a formar carácter y futuros seres naturales y sociales. El abuelo (“Abuelito”) que, con esa heroicidad callada y sostenida día a día, de alguna manera habrá influido para que el nieto acabe escribiendo. Y es que de esa concatenación de causas y efectos de la historia, de la que es imposible escapar y, como si de la restitución de una deuda se tratara, territorio y comunidad demandan que alguien les convoque. El lobo moribundo, el escribano abatido por un niño, los vencejos y los mosquitos, la tierra degradada, la cuadrilla de amigos, el abuelo y los paisanos, son espacios y seres (“gente fuerte e importante” diría Dersú Usalá), elementos fuertes de la Naturaleza que reclaman para sí a personas como Roberto para que cuenten la epopeya de su acontecer. 

Roberto pertenece a la última generación capaz de ligar el pasado del mundo rural con el presente; última con algo de  memoria genuina. Cualidades que utiliza para embarcarnos en un viaje, en estos tiempos de incertidumbres y referencias perdidas, a un pasado donde nos sentíamos más seguros y felices. Y lo hace a través de un libro (libros) poderoso, por útil y estimulante. Un libro para quedarse, sino  a vivir en él, sí al menos a perderse entre sus páginas, recogiendo migajas de la abundante sabiduría que en ellas se va desgranando, y reflexionar sobre la necesidad de modificar nuestro modo actual de entender la relación con la naturaleza. Necesidad de recuperar la cosmovisión que nuestros antepasados tenían del territorio: la ineludible dependencia con el medio natural y las relaciones interpersonales. “Recomponer lazos rotos con la tierra y entre las personas” (Yayo Herrero). En mi caso, conmigo mismo. Reconciliarme con el niño que fui, además de afrontar una necesaria revisión de la manera en que me he relacionado con el mundo natural. Quién iba a pensar que sesenta años después de depredar aquel nido de gavilán leería en las páginas de un libro una historia sobre un ejemplar descendiente de aquella familia de rapaces que durante sucesivas generaciones ha seguido procreando en aquel mismo nido.

En aquella infancia rural, a la intemperie, se desarrolló una forma de vivir plena, auténtica y natural. Se pude decir que salvaje. Y ahora me doy cuenta de que lo que andaba buscando en este libro era a mí mismo, al niño aquel, mi auténtico ser. Buscaba llegar a la convicción de no haberle traicionado con el paso del tiempo.

Pero, aparte de colmar esa satisfacción a quienes seguimos sintiendo una especial fascinación por aquel mundo natural, parece oportuno preguntarse por qué y para quién escribir de esto cuando parece que el acontecer presente va en dirección contraria, sin esperanza de un retorno digno a las raíces. A estas preguntas se puede responder que va dirigido, precisamente, para quienes han sido desarraigados y privados de toda relación y capacidad de reconocimiento con su paisaje, aturdidos entre el ruido y el relumbrón de un presente sin futuro y sin referentes del pasado. Quizá por eso. Porque hace falta redescubrir, recuperar nichos, grietas donde refugiarse de la barbarie que supone la mercantilización de todos los aspecto de la vida; esa barbarie que rompe los vínculos entre las personas y la Naturaleza, entre el pasado y el presente. Porque será necesario reconstruir lugares de esperanza, donde sea posible un mínimo de autonomía. Para eso es necesario que se escriban libros que, aparte de proporcionar el placer de leer, dejen semillas de saberes en las conciencias y referencias hacia unas formas de relación con lo vivo ya olvidadas; conocimientos que den fuerza y luz para encontrar esos espacios de libertad y soberanía. 

Entre los gorjeos de “Mis amigos y otros animales” y “El canto del pepús” los páramos seguirán henchidos de vida. Y seguirá existiendo la posibilidad de que alguien tenga la dicha de estremecerse ante un aullido lejano, o contemplar extasiado la silueta de un lobo recortada contra el crepúsculo malva, mientras escucha en la proximidad el canto de un escribano cerillo que nunca fue abatido. Y aunque solamente sea capaz de imaginarlo…

Amador Fernández Heras

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