Hubo un tiempo en el que llegado el invierno las familias y amigos se reunían al caer la noche en alguna casa para pasar el rato y hacer diversas labores cotidianas, como remendar la ropa, tejer, hacer cestos o escriños, escoscar legumbres y otros frutos, etc. Pero no todo era trabajo, pues también había tiempo para jugar a las cartas, relatar cuentos e historias, comentar chascarrillos, cantar coplas y romances, rezar el rosario o gastarle a alguien alguna broma. De esta manera se hacían más amenas y productivas estas veladas de las largas noches invernales a la luz del candil y al calor del fuego.
Agustina Tejerina nos cuenta sus recuerdos e impresiones personales de un tiempo que ahora nos parece perdido, pero que no debemos olvidar pues perdura aun en el corazón de quienes lo vivieron. Agradecemos su generosidad por compartir sus vivencias de aquella época en la que el "hiladero" constituía el núcleo de las relaciones sociales de los pueblos durante la estación más fría del año.
Durante muchos años al llegar el invierno un grupo de amigos o familiares se reunían en una casa después de cenar, en lo que se llamaba “hiladero”. Nunca mejor dicho, porque durante la velada las mujeres se dedicaban a hilar la lana de sus ovejas que ellas mismas habían lavado y cardado; y después a darle a la rueca y al huso. Y cuando hacían un ovillo ya empezaban a tejer: calcetines, jerseys, bufandas, guantes… todo venía bien porque las familias eran bastante numerosas.
En casi todas las casas uno de la familia era pastor. Pues bien, éste también aprovechaba el hiladero para hacer o remendar su indumentaria, compuesta por las bragas, la zamarra, las angorras y el zurrón, todo ello hecho con las pieles de las ovejas, lo cual no sería muy cómodo de llevar, pero sí muy resistente al frío y la humedad; y en realidad es de lo que se trataba, porque el invierno era muy largo y muy duro y el pastor estaba todo el día a la intemperie, con frío, lluvia o nieve, desde el amanecer que soltaba las ovejas hasta el anochecer que las recogía en el corral, todo el día aguantando las inclemencias del tiempo.
En el hiladero otros pasaban el rato haciendo escriños o cosiendo zapatos hasta que la vista ya se cansaba, porque la luz era escasa, tanto que a veces había que encender el candil de aceite para iluminar un poco más la cocina.
También había un rato para jugar a las cartas, los mayores a la brisca. Y los chicos, primero teníamos que hacer las cuentas de multiplicar o dividir, y después también jugábamos, al repelús, a la raposa o al cinquillo, o bien haciendo cuentos o adivinanzas.
A la juventud de hoy les parecerá raro que así nos pudiéramos divertir, pero, la verdad, otra cosa no habíamos visto, porque en todo el pueblo sólo había tres o cuatro aparatos de radio, uno en casa del cura y los otros repartidos en alguna que otra casa, y a veces ni se oían por falta de luz y los enchufes hacían un ruido como si pasaba una tormenta.
Hoy todo ha cambiado. Vivimos en la época del despilfarro, de gastar lo que yo quiero y en lo que se me antoja: que este ordenador se ha pasado de moda, pues que me compren otro; que la bicicleta se queda pequeña y el coche corre poco, que me compren otro… Y así sucesivamente, nunca llegamos al tope, porque la técnica va cambiando y sacando al mercado cosas nuevas y tan bonitas que ¿quién se resiste?.
Aún careciendo de todas las cosas modernas que hoy existen, sin duda alguna para mejor, nosotros tenemos un buen recuerdo de la niñez. Sentados encima de la trébede, que estaba bien calentita con el calor que subía de la hornacha, donde las madres cocían el puchero de garbanzos con carne de oveja, chorizo, tocino y el relleno hecho con el huevo de la gallina que andaba cacareando por el corral.
El “domingo gordo”, que es el anterior al miércoles de ceniza, se hacía una cena todos juntos. Nunca faltaban las orejuelas, que las madres hacían con tanta ilusión y nosotros comíamos hasta vaciar la cesta.
Y así, con alegría y buenos recuerdos, despedíamos el hiladero hasta el próximo invierno.
Agustina Tejerina
Durante muchos años al llegar el invierno un grupo de amigos o familiares se reunían en una casa después de cenar, en lo que se llamaba “hiladero”. Nunca mejor dicho, porque durante la velada las mujeres se dedicaban a hilar la lana de sus ovejas que ellas mismas habían lavado y cardado; y después a darle a la rueca y al huso. Y cuando hacían un ovillo ya empezaban a tejer: calcetines, jerseys, bufandas, guantes… todo venía bien porque las familias eran bastante numerosas.
En casi todas las casas uno de la familia era pastor. Pues bien, éste también aprovechaba el hiladero para hacer o remendar su indumentaria, compuesta por las bragas, la zamarra, las angorras y el zurrón, todo ello hecho con las pieles de las ovejas, lo cual no sería muy cómodo de llevar, pero sí muy resistente al frío y la humedad; y en realidad es de lo que se trataba, porque el invierno era muy largo y muy duro y el pastor estaba todo el día a la intemperie, con frío, lluvia o nieve, desde el amanecer que soltaba las ovejas hasta el anochecer que las recogía en el corral, todo el día aguantando las inclemencias del tiempo.
En el hiladero otros pasaban el rato haciendo escriños o cosiendo zapatos hasta que la vista ya se cansaba, porque la luz era escasa, tanto que a veces había que encender el candil de aceite para iluminar un poco más la cocina.
También había un rato para jugar a las cartas, los mayores a la brisca. Y los chicos, primero teníamos que hacer las cuentas de multiplicar o dividir, y después también jugábamos, al repelús, a la raposa o al cinquillo, o bien haciendo cuentos o adivinanzas.
A la juventud de hoy les parecerá raro que así nos pudiéramos divertir, pero, la verdad, otra cosa no habíamos visto, porque en todo el pueblo sólo había tres o cuatro aparatos de radio, uno en casa del cura y los otros repartidos en alguna que otra casa, y a veces ni se oían por falta de luz y los enchufes hacían un ruido como si pasaba una tormenta.
Hoy todo ha cambiado. Vivimos en la época del despilfarro, de gastar lo que yo quiero y en lo que se me antoja: que este ordenador se ha pasado de moda, pues que me compren otro; que la bicicleta se queda pequeña y el coche corre poco, que me compren otro… Y así sucesivamente, nunca llegamos al tope, porque la técnica va cambiando y sacando al mercado cosas nuevas y tan bonitas que ¿quién se resiste?.
Aún careciendo de todas las cosas modernas que hoy existen, sin duda alguna para mejor, nosotros tenemos un buen recuerdo de la niñez. Sentados encima de la trébede, que estaba bien calentita con el calor que subía de la hornacha, donde las madres cocían el puchero de garbanzos con carne de oveja, chorizo, tocino y el relleno hecho con el huevo de la gallina que andaba cacareando por el corral.
El “domingo gordo”, que es el anterior al miércoles de ceniza, se hacía una cena todos juntos. Nunca faltaban las orejuelas, que las madres hacían con tanta ilusión y nosotros comíamos hasta vaciar la cesta.
Y así, con alegría y buenos recuerdos, despedíamos el hiladero hasta el próximo invierno.
Agustina Tejerina
Yo no recuerdo el "hiladero" pero, si la trébede de mis abuelos, que como dice la canción, tenía un calor especial.
ResponderEliminarSolía pasar buenos ratos encima de ella, mientras en la hornacha se asaba una patata envuelta en papel de estraza que mi abuelo atendía con esmero, hasta que llegado el momento, me la comía con soplos largos y seguidos para paliar el calor de la impaciencia.
Gracias al bonito relato de Agustina, he recordado aquellos días, que yo tampoco se si eran mejores o peores, eran distintos y sobre todo muy especiales.