"Crónicas de un pueblo palentino"

"Crónicas de un pueblo palentino" es una sección de la web www.villapún.es en la que se publican relatos verídicos o de ficción que tengan relación con el pueblo de Villapún o la cultura rural en general. Si quieres participar escribe tus historias y vivencias, tu relación con el pueblo, acontecimientos del pasado, cuentos del abuelo, aventuras de la infancia..., en fin, lo que quieras y envíalo a: villapun@gmail.com


lunes, 26 de julio de 2010

Lenguaje

Hemos recibido el visto bueno de XLSemanal y Juan Manuel de Prada para poder reproducir un artículo de este escritor publicado recientemente en el citado dominical. Se trata de un interesante relato sobre el valor del lenguaje tradicional y de la relación del hombre rural con el medio que le rodea, muy en la línea de la filosofía y los contenidos que ofrecemos desde nuestra web. Desde aquí agradecemos al escritor y a los responsables del semanario por su amabilidad al permitirnos reproducir el siguiente artículo.
 
En un pasaje singularmente bello del Génesis, Yavé trae ante Adán todas las bestias del campo y las aves del cielo para que las nombre según su gusto; y Adán las nombra, una a una, mientras desfilan ante él, como poseído por una inspiración vertiginosa, plenamente divina, con palabras recién estrenadas que brotan de sus labios como la abundancia brota de una cornucopia, palabras ignotas y refulgentes que al propio Adán causarían pasmo y perplejidad, puesto que nunca antes las había escuchado, puesto que nunca antes nadie las había pronunciado, palabras como primicias que bautizaban la belleza matinal del mundo con esa prontitud intuitiva que tienen las palabras para abalanzarse sobre las cosas, como el guepardo se abalanza sobre la gacela. Esta misma impresión de pasmo y perplejidad era la que me asaltaba de niño cuando, de la mano de mi abuelo, salía al campo y lo escuchaba nombrar el mundo circunstante: cuando nos tumbábamos a la sombra de un árbol, mi abuelo lo llamaba por su nombre –encina, roble, olmo, abedul, chopo, arce–; cuando un pájaro revoloteaba en la fronda, mi abuelo lo llamaba por su nombre –grajo, abubilla, ruiseñor, estornino, jilguero, gorrión–; cuando nos inclinábamos sobre el suelo para recolectar las plantas medicinales que empleaba en sus tisanas, mi abuelo las llamaba por su nombre –árnica, malva, milenrrama, poleo, ruibarbo, brezo–; y lo que hasta ese momento era tan sólo una planta, un pájaro o un árbol, al conjuro de las palabras de mi abuelo, adquiría el fulgor inextinguible de los tesoros de las mitologías, la palpitación de la vida recién creada, el temblor cálido y diminuto de los milagros. Mi abuelo no era un hombre letrado; no era, desde luego, ornitólogo ni botánico, no acumulaba erudiciones enciclopédicas, ni siquiera había completado la instrucción primaria, allá en la escuela de su pueblo, de la que sus padres lo habían sacado antes de cumplir los catorce años, para que los ayudase a subvenir las necesidades familiares. Mi abuelo era lo que la banalidad contemporánea designaría como un «hombre inculto» (lo cual podría servirnos para constatar que nuestra época llama «cultura» a una coraza de conocimientos artificiosos, impostados y deleznables, que no nacen de la propia vida); pero era depositario de un meollo de sabidurías ancestrales que había heredado de sus mayores, y entre esas sabidurías que conformaban su genealogía se contaba –como un río subterráneo y dulcísimo que las refrescase– el genio del lenguaje, acertando a nombrar la belleza matinal del mundo, derramándose como una cornucopia sobre el pájaro que sobrevolaba nuestras cabezas, sobre el árbol que nos brindaba su sombra, sobre la planta que nos teñía las manos de un aroma campesino e indeleble.
Constantemente nos referimos, con pesadumbre y congoja, a esa gangrena que llamamos «empobrecimiento del lenguaje»; y es que, en efecto, cada vez hablamos con menos palabras, cada vez tenemos más dificultad para nombrar la belleza matinal del mundo. No reparamos, sin embargo, en que este empobrecimiento del lenguaje discurre paralelo a nuestro divorcio de esa belleza que hemos ido expulsando de nuestras vidas desarraigadas; y a una vida sin raíz no le queda otro remedio sino agostarse, angostarse y perecer. Mi abuelo, como el Adán del Génesis, tenía palabras para designar a las bestias del campo y a las aves del cielo porque las bestias del campo y las aves del cielo eran sustancia de su propia vida, realidad encarnada en su vida; y el lenguaje, que es una herramienta humana, se nutre sin embargo de un fondo ancestral de comunicación directa –comunión– con la naturaleza. Cuando ese fondo se reseca, el lenguaje se amustia, empalidece y jibariza, porque por sus tejidos deja de fluir la savia que lo vivifica, porque ha dejado de ser genesiaco; y así termina por enmudecer. O, en todo caso, en las boqueadas de la agonía, se aferra a las jergas tecnológicas, como la planta de invernadero se aferra al calor embalsado de su cárcel, cuando le falta el calor primigenio del sol; y se convierte en `lenguaje técnico´ que ha dejado de nombrar la belleza matinal del mundo para quedar atrapado en una telaraña de artificios que, cuanto más prodigiosos parecen, más nos enmarañan y asfixian. A la postre, a ese lenguaje enjaulado en la cárcel tecnológica le ocurre como a las fresas cultivadas en uno de esos túneles de plástico que impone la `agricultura intensiva´: que se hincha y engorda pero tiene el sabor insípido de la borra. Ha renegado de su inspiración originaria, ha dejado de bautizar la belleza matinal del mundo, y ya no le resta sino languidecer, huérfano de fulgor, de palpitación, huérfano del cálido y diminuto temblor del milagro.

Juan Manuel de Prada
 
Artículo publicado originalmente en el suplemento XLSemanal del 6 de Junio de 2010.

sábado, 26 de junio de 2010

La mujer en el pasado de nuestra sociedad popular

Demos hoy un paso de tuerca hacia atrás en el tiempo, de forma que nos sitúe a mediados del siglo pasado. La verdad es que, la situación social de los habitantes de aquella época era bien otra, dadas las circunstancias. La mujer ejercía un papel importantísimo, como siempre ha sido. Pero en condiciones bien distintas a las que hoy tienen en nuestra sociedad.
La mujer, ya desde niña, se la consideraba como tal: no iría a estudiar, se prepararía para resolver los problemas familiares, se encargaría de la limpieza de la casa, aprendería al lado de su madre o abuela las recetas culinarias de los platos tradicionales, hará practicas para elaborar el pan en la hornera familiar dos o tres veces al mes, dominará las artes de conservar los alimentos, de quitar las manchas de la ropa y conocerá los remedios caseros de las enfermedades corrientes (catarros, insolaciones, dolor de tripas y de cabeza, torceduras de tobillos, gripe, sarampión, sabañones, etc. etc.), ha de saber las buenas costumbres de urbanidad para inculcárselas a sus hijos, y tendrá los conocimientos necesarios para ayudar en la preparación de las lecciones escolares y del aprendizaje del catecismo.
Y eso, que acarreaba desde tiempos ancestrales su papel de segundo orden comparándola con el del mundo masculino. Si nos fijamos un poco en la historia del pensamiento humano, veremos que los filósofos (Arístoteles incluido) y los padres y moralistas de la Iglesia han dado a la mujer una imagen peyorativa que aún se puede ver en el refranero y se generalizó en los tópicos de la "sabiduría popular": "La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa".
No he de recordar que: "refrán es una sentencia y no dicho por cualquiera, más de persona de ciencia, sacada de la experiencia por muy cierta y verdadera. Los refranes al grosero le hacen sabio y artero y aunque parecen consejas, no hay refrán, aunque de viejas, que no sea verdadero".
Platon llegó a decir de las diferencias entre la mujer y el hombre: “no hay diferencias. Sino que aquella es más débil, y éste más fuerte". Por eso las mujeres podrán y deberán participar en los trabajos de la República y "sólo se tendrá en cuenta la debilidad de su sexo, al asignarles cargas más ligeras que a los hombres".
Hasta mediados del siglo XX la mujer campesina soportó las tareas familiares ya mencionadas. Y también la ayuda a su marido en los trabajos agrícolas, en especial en épocas de recolección. Cuando faltaba el marido, por cualquier circunstancia, ella se encargaban de otras tareas propias del campesino y le suplantaba en la siembra, en el cuidado de los ganados, escabando, labrando la tierra con las vacas, etc.
Ha sido para mí un misterio como eran capaces las mujeres de entonces de desarrollar tanta labor. Parecía que nunca se cansaban. Pero, el marido era el que mandaba. Para eso, la ley le consideraba el cabeza de familia, con sus derechos y obligaciones. Y no digamos nada si damos un repaso a la Biblia. Eva se llevó todo la responsabilidad del pecado original. Recordemos de nuevo el refranero: "en casa del vil, la mujer es el alguacil". Y también se decía: "adonde la cosa anda derecha, como ha de ser, la mujer no se desmanda y el marido es el que manda y de ella es obedecer..."
En los tiempos que hoy vivimos, nos es difícil comprender que en 1930 las mujeres de nuestros pueblos también se iban Saldaña, junto a los agosteros, el día de San Pedro a ajustarse de criadas para las faenas del campo en casa de los ricos. ¡Y bien que que se apreciaba su trabajo de agosteras!. ¡Y buena soldada les daban por ello al finalizar el contrato allá por San Miguel!.
Las mujeres que quedaban en casa madrugaban para acompañar al marido a acarrear la mies hasta la era y con gran esfuerzo subir la mies a lo alto del carro donde el hombre lo colocaría para transportarlo antes que el calor se hiciera sentir. Y así, día tras día, preparar trilla y comida para todos.
No quiero recordar como preparaba en su hornera el pan de cada día que ya se había acabado en la casa. ¡Qué conocimientos!, ¡qué cariño!, ¡qué dedicación! y !qué calores para calentar el horno y cocer luego los panes y las tortas!.
Ni tampoco quiero recordar como transportaba en los "valdes" la ropa sucia para lavarla y tenderla al sol sin mirar que tiempo hacía. Hubo veces de tener que partir los hielos del agua de las "presas" para poder jabonar y lavar.
Y todo ello lo hacían nuestras madres y abuelas de aquel tiempo.
¿Cómo se lo hemos pagado? ¿O aún seguimos creyendo que una simple cucaracha es capaz de hacer huir a cien mujeres al instante?.
Al menos sirvan estas notas, pocas y mal contadas, para recordar la importante tarea realizada por las mujeres de "antaño".
 
Agustín de la Fuente Maldonado

viernes, 12 de marzo de 2010

Castilla llora

12 de Marzo de 2010. Amaneció un día gris y frío en el corazón de la meseta, preludio de la despedida al gran Miguel Delibes. Se ha ido como vivió, con discreción y rectitud, como corresponde a un castellano de pro. Nos ha dejado el que probablemente haya sido el mejor escritor en nuestro idioma de la segunda mitad del siglo XX. Castilla llora. Nadie como él supo describir la Castilla rural, sus gentes, su forma de hablar, sus costumbres. Pero, por contraste, también describió el ambiente de las pequeñas ciudades castellanas, desde su inolvidable primera novela, “La sombra del ciprés es alargada” ambientada en Ávila, hasta la última, “El hereje” que se desarrolla en las calles de Valladolid y que cerró el círculo de su obra. Personajes también inolvidables y que hoy también le lloran: Daniel el Mochuelo, el Señor Cayo, el Nini, Paco el Bajo, Pacífico Pérez y tantos otros, en algunos de los cuales nos identificamos los que somos de pueblo o identificamos a alguien cercano. Castilla llora y lo seguirá haciendo por mucho tiempo porque esa cultura rural que él también supo transmitir está a punto de desaparecer, si es que no lo ha hecho ya, vencida por la lacra de la emigración, la falta de perspectivas, la tecnificación de la agricultura y ganadería y la globalización de las costumbres y el modo de vida. Se nos ha ido el notario de esa realidad y el testigo de los tiempos. Periodista, escritor, cazador, pescador, y a pesar de ello ecologista, deportista, humanista, académico de la lengua…y otros tantos oficios, pero ante todo Delibes era, es y será un Castellano universal, un autor comprometido con sus gentes y con su tierra. Y a pesar de todo, un hombre sencillo, humilde y cercano. Tuve ocasión de tener un breve contacto epistolar con él en 2007 cuando realicé el trabajo sobre los “nombres de las aves en Villapún”, del que le envié una copia, más que nada porque sabía que le interesaría ya que él había trabajado el tema de los nombres vernáculos como miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Hace años intentó introducirlos en el DRAE, con escaso éxito, según me contó su hijo por las reticencias de otros académicos. Mi sorpresa fue que Miguel Delibes me contestó muy amablemente e incluso me hizo algunas sugerencias y aportaciones propias. Nunca lo olvidaré. 
Y qué decir de su amplia obra literaria, en todos sus libros se encuentran historias únicas y personajes con vida propia, todo ello descrito en un castellano nítido y a la vez riquísimo, con palabras y expresiones auténticas del lenguaje de nuestros pueblos. De sus novelas, aunque todas son recomendables, quisiera destacar una: “El Camino”, obra de fácil lectura y que debiera ser texto obligatorio en todos los centros escolares. Muchos de los que hemos vivido en un pueblo nos vemos reflejados en alguno de los personajes y en la historia que se cuenta. Si no lo habéis leído hacedlo, es el mejor homenaje que puede hacerse a su autor.
 
“Las calles, la plaza y los edificios no hacían un pueblo, ni tan siquiera le daban fisonomía. A un pueblo le hacían sus hombres y su historia. Y Daniel el Mochuelo sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir”
                         

                          Miguel Delibes, "El Camino"

Castilla llora, pero la obra y los personajes delibeanos se quedan con nosotros, perdurarán en el tiempo como testigos de esa Castilla rural que ya no es. Descanse en paz.


Roberto Rodríguez Martínez